La CF ha sido, en general, un coto de caza básicamente masculino. Y aunque fue una escritora, Mary Shelley, la primera en escribir una obra de CF moderna, Frankenstein o el Prometeo desencadenado (1888), lo cierto es que durante la mayor parte del siglo XX las mujeres escritoras del género fueron minoría. Incluso cuando estas lograban escribir, como el caso de la misma Shelley, sus personajes eran siempre varones, y relegaban a las mujeres, cuando aparecían, a figuraciones totalmente secundarias en sus obras. De esta forma, las pocas mujeres que en principio escribieron CF, no tuvieron la capacidad de cambiar el enfoque que el género daba a los roles de hombres y mujeres. Y ello, a pesar de que los autores de CF (tanto hombres como mujeres) traten de especular acerca de los cambios que se producirán en el futuro, ellos mismos son hijos de su época y reflejan en sus obras el presente en el que viven. Si la mujer ha estado siempre relegada a un segundo plano en lo social, dotarlas de protagonismo en las obras es algo que no todos los autores han sabido imaginar. Entonces, para poder salvar la dificultad de escribir siendo mujer, muchas autoras tuvieron que recurrir a narrar sus historias desde el punto de vista de los hombres para poder franquear los prejuicios de los editores y lectores, y a camuflar sus verdaderos nombres bajo seudónimos masculinos.
Esta discriminación es realmente paradójica, proviniendo de una literatura cuyo carácter de marginalidad le ha permitido ser profundamente crítica con la sociedad, y que se ha caracterizado por presentar todo tipo de alternativas a esta, intentando abrir nuestras mentes a infinitas posibilidades, más allá de lo conocido o de las creencias aceptadas, y aún así, se haya mostrado tan conservadora respecto a las mujeres, es aún normal que las mujeres sí aparezcan, pero con los estereotipos más consabidos: esposas, madres e hijas; o bien, enemigas eróticamente perversas o desviadas reinas de un matriarcado feroz, que no hacían otra cosa que burlarse del lesbianismo o cualquier otra tendencia sexual alternativa.
Las mujeres accedieron como escritoras a la CF anglosajona en número considerable a partir de los años sesenta. La escritora e investigadora británica, Pamela Sargent, en su prólogo a la antología Mujeres y maravillas (1989) abre las interrogantes que estas nuevas visionarias aportaron al género, cuando afirma:
…solo la ciencia ficción y la literatura fantástica pueden mostrarnos a las mujeres en ambientes totalmente nuevos o extraños. Pueden aventurar lo que podemos llegar a ser cuando las restricciones presentes que pesan sobre nuestras vidas se desvanezcan, o mostrarnos nuevos problemas y nuevas limitaciones que puedan surgir (…) ¿Nos convertiremos en seres muy parecidos a los hombres, o idénticos a ellos (…) o aportaremos nuevos intereses y valores a la sociedad, cambiando tal vez a los hombres en este proceso? (Sargent, 1989)
De hecho, esta irrupción masiva de escritoras en la CF ha ido cambiando poco a poco los tópicos del género. Autoras como Ursula K. Le Guin, Joanna Russ, Suzette Haden Elgin, Vonda McIntyre, Octavia Butler, Marion Zimmer Bradley o la premio Nobel, Doris Lessing, son solo algunos ejemplos de esta visión innovadora –y en algunos casos claramente feminista– que convierte a la CF en un espacio ideal para especular sobre futuros distintos, presentando alternativas al mundo patriarcal, a los valores culturales y morales y a la sexualidad institucionalizados por el orden dominante.
Dichas interrogantes serán respondidas por estas escritoras a través de distopías y ucronías, al menos, así lo estima la estudiosa española Lola Robles en su prólogo a Escritoras de ciencia ficción y fantasía (2000). Pues ellas, sostiene la autora, describen mundos futuros en los que se han radicalizado los males de nuestro presente en lo social, político o tecnológico. Obras como El cuento de la criada (1985), de Margaret Atwood, o Lengua materna (1984), de Suzette Haden Elgin, nos sitúan en futuros donde las mujeres han sido reducidas, de nuevo, a una situación de práctica esclavitud: ese futuro sombrío es un espejo para analizar el presente e intentar encontrar caminos de liberación. O bien, en el caso de un desarrollo paralelo al históricamente conocido, Joanna Russ en El hombre hembra (1975) y Octavia Butler con sus Ritos de madurez (1988) han descrito mundos posibles y verosímiles donde el hombre solo juega un rol secundario.
Finalmente, el reconocido escritor británico Michael Moorcock, en el prólogo al libro de David Pringle, Las 100 mejores novelas de Ciencia Ficción (1995), advierte, a propósito de las escasas representantes femeninas del género, que ellas lo han utilizado para “expresar su propia y justificada cólera”, agregando, en el mismo tenor, que el género tiene enormes posibilidades para que los autores canalicen su “impaciencia, su rechazo a la injusticia y a las frustraciones políticas, y su indignación frente a la codicia, la locura, la violencia y el mal uso consciente (o inconsciente) del poder que hoy se despliega por doquier” (Moorcock, 1995). Por ello, hoy por hoy, un signo de modernidad literaria será el protagonismo femenino, incluso, esta idea se entronca con cierta corriente actual de literatura infantil y juvenil que privilegia a la adolescente mujer como personaje principal de muchas obras literarias.